domingo, 4 de enero de 2009

El Paso del Tiempo

EL PASO DEL TIEMPO

Era su último día. Tres décadas de su vida invertidas en el que Ramiro siempre reconocería como el mejor hotel de Madrid, y probablemente del de España. La verdad, no le importaba que esa afirmación fuera mentira, era lo que él sentía en su interior desde la primera vez que puso su pie en el hotel, aun en época de Franco.

Encargarse del mantenimiento del hotel siempre fue su gran pasión, aunque tenía que reconocer que en los últimos años se había quedado muy caduco con las nuevas tecnologías, por eso se jubilaba con solo sesenta años. Total, lo que le quedaba de existencia tenía pensado pasarla en el bungalow que había comprado en La Mata. Él quería un retiro lo más tranquilo posible, y Sofía tenía ganas de alejarse del a la vez infernal y divino bullicio de Madrid. Por tanto, no sería este su último día como trabajador en el Palace, sino también la última vez que lo vería con vida.

Ramiro iba paseando perdido en sus pensamientos por los sinuosos pasillos del hotel, admirando cada minucioso detalle que le confería una gran personalidad. Cada cosa en su sitio, todo en un estilo clásico bastante más decente que esos hoteles modernos que parece que fueras a entrar en una nave espacial. ¿Cómo puede dormir la gente a gusto en sitios así? No le extrañaba que se produjesen tantos casos de insomnio en los hoteles.

Estaba a punto de entrar en la cúpula cuando recibió la más cordial e hipócrita despedida de parte de uno de los nuevos directivos del hotel, uno de esos ejecutivos que piensan que ellos marcarán la diferencia y que serán considerados como un elemento imprescindible de ese o cualquier otro hotel, cuando los únicos que son realmente imprescindibles son los clientes. Le molestaba que a las nuevas generaciones les importara cada vez más mancharse las manos, y cada vez menos el ofrecer un servicio inmejorable al cliente. Era una verdadera pena.

La cúpula, el punto central del hotel. Una preciosa sala de estar con un banco central flanqueado por mesas de café de manufactura impecable con cuatro sillas o sillones escoltando a cada una de ellas, todo ello bajo la impactante bóveda de cristal, uno de los diseños más impactantes que Ramiro había llegado a ver. En esa sala, sentado en los sofás centrales, bajo la imponente lámpara, uno podía creerse en los años 20 o 30, de no ser por la cantidad de móviles y portátiles que acababan indolentemente con cualquier tipo de fantasía al respecto.

No quería irse de allí, llevaba demasiado tiempo contemplando extasiado esa cúpula como para sentirse a salvo bajo cualquier otro techo. Sabía que el tiempo en Alicante iba a ser mucho más benigno y sobre todo menos seco, pero aquí dentro no había problemas de frío o calor, y se podía disfrutar cada día de una temperatura más que agradable. Tanto él como sus compañeros se encargaban de que siguiera siendo así.

Pensó en irse a los teléfonos públicos (ya no tenía edad ni ganas suficientes como para comprarse un móvil) y llamar a Sofía, convencerla para que se quedaran en Madrid y él pudiera volver cada día a situarse bajo esa cúpula, y simular que se codeaba con las importantes personalidades que se juntaban allí diariamente. Seguro que ella comprendería que, pese a quererla más que a nada en el mundo, esto también simbolizaba un vértice de su vida.

Llegó hasta el teléfono y comenzó a marcar el número de su casa mientras a su lado pasaban dos de los chicos nuevos de mantenimiento. Buena gente, extranjeros pero muy majetes, charlando entre ellos animadamente mientras no le dirigían ni una mirada. ¿Por qué iban a mirarle si ni sabían quien era? Y de repente se sintió increíblemente viejo y fuera de lugar.

Pese a todos los esfuerzos que pudieran hacer, ni el Palace era un hogar ni podría pararse el tiempo entre sus muros. Todos hemos de pasar página alguna vez, por tarde que nos parezca.

Ignorando la voz de Sofía preguntando quien era, colgó el auricular y echo a andar hacia la puerta a buen ritmo, sin mirar atrás. Terminaría prendado de la belleza del lugar y se terminaría convirtiendo en estatua de sal si así lo hiciera.

Autor: Marcelino Andrade.

Relatos Jamás Contados








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