lunes, 8 de diciembre de 2008

Hipómenes y Atalanta

HIPÓMENES Y ATALANTA



Atalanta era una joven griega quien todavía no conocía el amor. Por este motivo decidió acudir a Shansira, portadora del oráculo y experta en las artes adivinatorias. Esta la había vaticinado grandes desgracias si contraía matrimonio. La doncella perdió por ello el poco interés que tenía por casarse y se dedicó a lo que más le gustaba: la caza.

Como era una mujer muy hermosa y tenía muchos pretendientes detrás suya, se le ocurrió la idea de proclamar que cualquier hombre que aspirase a desposarla debía competir con ella en una carrera. Aquel que ganara, conseguiría su mano. Al que perdiera ella misma se encargaría de darle muerte. Aunque cualquier persona en sus cabales se hubiera mantenido alejada de semejante reto, parece ser que muchos jóvenes griegos con especial despego a sus vidas buscaron suerte y encontraron el final de su lanza.


Para desgracia de Atalanta y regocijo de Shansira, uno de ellos ganó la carrera. Un joven apuesto llamado Hipomenes que durante largo tiempo estuvo enamorado de Atalanta y nunca tuvo el atrevimiento de confesárselo y vio en esta empresa una oportunidad de conseguir lo que por tanto tiempo había anhelado. El muchacho en cuestión, había pedido ayuda a Afrodita, quien le había entregado tres manzanas de oro del jardín de las Hespérides. Siguiendo el consejo de la diosa, Hipomenes arrojó uno a uno los tres frutos durante la competición, provocando que Atalanta se detuviera en mitad de la carrera a recogerlos y llegara después que él a la meta. Hipomenes era listo y consiguió a su amada, pero no lo suficiente, porque se le olvidó agradecer a la diosa del Amor el favor que le había concedido.


Afrodita, que era especialmente vengativa, encendió la pasión de los dos amantes cuando pasaban junto a un templo de Cibeles, excitándolos de tal forma que no pudieron controlarse y tuvieron que satisfacer sus deseos allí mismo, delante de la Diosa. El castigo por profanar el suelo sagrado no se hizo esperar, y Zeus apareció enfurecido, los convirtió en leones y los unió al carro de la Diosa Cibeles por toda la eternidad.


Desde entonces los dos amantes permanecen juntos sin poderse tocar en la tan famosa fuente madrileña, incluso si uno alguna vez presta atención y consigue separar el ruido del trafico y la multitud que rodea al conjunto, puede escuchar a los enamorados haciéndose confesiones de amor eterno.


“Los hombros se convierten en paletillas, todo el peso se carga en el pecho y con la cola barren la superficie de la arena. En su rostro hay ira, en vez de palabras lanzan rugidos,
en vez de casas habitan la selva y, leones temibles para los demás, muerden con sus dientes domeñados los frenos de Cibeles.” (
Ovidio, Metamorfosis, Libro X. Canción de Orfeo).


Autor: Raquel Sánchez.


Relatos Jamás Contados

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